jueves, 16 de diciembre de 2010

Desde el avión

Miraba desde la ventanilla del avión. Desde lo alto los montes parecían de papel, los ríos de plata y las carreteras en el llano de cordón fino. Por allí debe estar mi pueblo, pensé al ver el verde y las montañas redondas y quise estar allí. Quise saltar al vacío sobre un tobogán y que deslizándome mi cuerpo llegase suave hasta un olivar. Levantarme, sacudirme la tierra y saludar a los vecinos. Decir "pasaba por aquí y pensé en detenerme; ¿cómo va todo?", y sin más sentarme en un poyo al sol a ver cómo la mañana se hace tarde y la tarde noche. Y lo hice. Cerré los ojos con fuerza y cuando los abrí estaba allí. Llegué justo cuando el panadero anclaba su furgoneta en la cuesta y sus pitidos atraían a las gentes. Era el de Vegas; intercambié unas palabras con él y le compré un pan, no muy hecho, la verdad. Baje hasta el río. Atrás se oían las voces de algunos obreros que trabajaban en una casa. Sus aguas bajaban limpias y tranquilas, como si no quisiesen alterar la calma que se respiraba. Con la seguridad que da saber que todo sigue igual, retomé mis pasos y volví al pueblo. Bajé por la calle de la iglesia hasta la plazoleta y seguí caminando hasta salir justo a la casa del Lineras. "Hombre, ¿dando una vueltina por aquí?, me preguntaron unos hombres que estaban en un corrillo. "Sí, me he escapado a ver que se cocía", contesté. Proseguí mi marcha por la carretera que serpenteaba la colina y subí hasta el hotel. Desde el mirador de la vieja factoría contemplé la alquería. El humo ascendía lentamente desde algunos tejados y de vez en cuando algún coche pasaba por la carretera. La tierra estaba húmeda y las hojas de los alisos del río amarillas, naranjas y marrones. Cuánto te echaba de menos, grité a los cuatro vientos hasta que una voz me despertó de mi sueño mágico: "Señor, vamos a aterrizar; debe abrocharse el cinturón". Me sobresalté y la azafata no pudo sino mirarme extañada y educadamente pedirme de nuevo que la obedeciese y colocase bien el respaldo de mi asiento. Las nubes ya no me dejaban ver através de la ventana y mi rostro se tornó huraño. "¿Algún problema, señor?". "Ninguno, ninguno..." contesté mientras ajustaba mi butaca. "Si supiese donde estaba hace solo cinco minutos", susurré...

viernes, 29 de octubre de 2010

Cuatro parasoles bajo el sol

La sartén ya está caliente y pongo sobre ella los parasoles. Los he aderezado con aceite y sal y chisporretean alegres. Una aroma intensa y penetrante invade la cocina y hace que la boca se me haga agua. Me ayudo de una espátula y los coloco en un plato sobre un lecho de jamón. Me sirvo también una copa de vino  y salgo a comerlos a la calle. Es la una y media y es agradable sentarse bajo el sol a escuchar las voces que llegan huecas desde la carretera. Cerca pasan algunos vecinos del pueblo y les convido a mi festín particular pero declinan la invitación educadamente. En seguida comeremos,  dicen sin detenerse en su camino hacia sus casas. Es el primer día de este año en que voy a probar las setas. Esta mañana las encontré en un corrillo por caso mientras caminaba más allá del arroyo. El descubrimiento me produjo una tremenda alegría. Las arranqué lentamente y con mimo  las coloqué en el fondo de mi mochila. Animado me proveí de un palo y afanoso comencé a buscar más.  Pertrechado caminé durante largo rato de acá para allá sobre la hierba mojada. Me agachaba y descorría suavemente cortinas de maleza con la esperanza de encontrar más tesoros; buscaba y rebuscaba sin cesar pero no tuve suerte. Ya no vi ninguna más. Regresé a caso despacio con miedo a que un resbalón, una mala caída, pudiese arruinar mi botín. Abrí la puerta y ya a salvo puse en la pila los parasoles. Los miré como quien contempla una obra maestra. Solamente eran cuatro pero eran hermosos. Me descubrí a mi mismo riendo y afortunado pensé que a veces la vida era sencilla. Eran cuatro parasoles. Los conté: uno, dos, tres y cuatro, ni uno más ni uno menos. No necesitaba nada más en este mediodía soleado. Me bastaba con cuatro parasoles bajo el sol de otoño.

viernes, 15 de octubre de 2010

Cae la noche de otoño

Cae la noche sobre los tejados de la alquería y el humo de las chimeneas se confunde con las nubes que han bajado hasta el valle. Los gatos se juntan en las cañadas a la espera de que una ventana se abra y caiga una raspa. Nadie más hay fuera. La gente ha dejado paso a la calma y cena en silencio en sus casas. Ni siquiera la letanía de la televisión encendida y olvidada altera el mutismo de las cocinas. Es el otoño que poco a poco impone su ley. El sol se marchó hoy pronto tras los collados de poniente y las hojas de los alisos comenzaron a caer. La humedad verdea ya en las paredes viejas y el agua corre con más fuerza en el arroyo como si temiese llegar tarde a su encuentro con el río. El Enebro impasible extiende sus ramas. En la carretera hay algunos coches aparcados pero nada más. Camino arriba y abajo solo. Todo son puertas cerradas. Sólo algunas se abrirán al alba. La mayoría seguirán con sus candados hasta el verano. Quién sabe cuánto podría estar en medio de la carretera sin que pasase nadie. Una hora, dos horas... sólo el tiempo y los gatos pasan en esta noche de otoño. Todo se guarda ya. Mañana los gatos seguirán en las cañadas maullándose entre sí y las hojas continuarán cayendo agolpándose en un manto amarillo y marrón.

lunes, 4 de octubre de 2010

De vuelta sin ida

Supongo que le pasará a más de uno. Que el pueblo es en cierto modo un patrón con el que medimos el mundo. Comparamos sus gentes con las de lejanos países, rivalizamos su naturaleza con la de exóticos bosques y añoramos su calma en medio de los mayores atascos. Todo nos lleva a él aunque no estemos en él; todo hace que surja en nuestro día a día y que esté presente de forma más o menos evidente en nuestras conversaciones, nuestros discursos o nuestros pensamientos cotidianos. Alguien me dijo un día que es tanto nuestra alquería que cuando ve por primera vez a una persona que le gusta y comienza a hablar con ella trata de imaginársela compartiendo un asado en la puerta de su casa con sus amigos o sentada en los canchales del río, comiendo pipas bajo el sol. Puede que suene exagerado pero no le falta razón pues quizás esa fórmula ha condicionado las relaciones amorosas de muchos hijos de Las Mestas. Creo que hay muy pocas personas casadas o ennoviadas -vaya palabro- con alguien de aquí a las que no les guste sentarse en la carretera a ver pasar los coches, caminar por la umbría o pararse a hablar con cualquiera en las Herrerías. Si los hay deben de ser muy pocos, quizás la excepción. Pero no por ello quiero decir que nuestro pueblo sea un marco perfecto o el mejor de los escenarios posibles y que simplemente esas personas hayan sucumbido a sus bellezas. Qué va. Las Mestas es un pueblo como tantos otros pero para nosotros es tan importante que esas personas han aprendido a amarlo por ser parte de nuestro ser, casi como una prolongación, y así les ha gustado nuestra forma de hablar, el color de nuestros ojos o los rizos de nuestro pelo y entre medias los cipreses de Las Mestas. Al fin y al cabo, esas lanzas que se clavan en el cielo están siempre en nuestro pensamiento.

sábado, 28 de agosto de 2010

De cuentas y fiestas

Me enteré de que este año el ayuntamiento sólo daba cuatrocientos euros para las fiestas a principios del verano. Menudo revuelo se organizó. Por lo visto algunos de los mozos que el año antes al calor de unas copas la última noche de verbena habían decidió organizar el programa festivo de los días 12, 13 y 14 de agosto, habían llamado poco después de Semana Santa a Ladrillar y les habían dicho que disponían de dos mil y pico euros. No es que fuese mucho dinero pero partiendo de esa base los chavales habían contratado un par de orquestas. El problema llegó después cuando se supo que en realidad se arrastraba una deuda de años anteriores de casi dos mil euros. En las caras de quienes habían firmado el contrato con el representante se veía esos días un gesto de incertidumbre e incluso miedo: de dónde iban a sacar el dinero. Por fortuna para ellos, alcanzaron un acuerdo con el promotor y, como en los últimos años, las fiestas de Las Mestas quedaron reducidas sobre el papel a una noche de orquesta. Seguían siendo tres mil euros los que había que pagar pero si se movían podía alcanzarse esa cifra. Al final se sacó el dinero: se vendieron camisetas y pañuelos, se pidió ayuda a empresas de la zona y cada uno de nosotros puso veinte euros. Pero no por ello desapareció el desconcierto y el malestar de la gente. Cómo era posible que hubiese una deuda si todos los años el pueblo había colaborado y si incluso hacía veranos que no disfrutábamos de dos orquestas, se preguntaron algunos.


Yo no quiero entrar en ese tema porque nunca he estado al corriente de los presupuestos municipales ni del dinero que ha habido otros años. Pero creo que todo se habría resuelto con un par de hojas en la puerta de la iglesia en las que –como comentaba más de uno- se dijese: "Hemos sacado tanto dinero; esto se ha invertido en tal y aquello en cual". Los gastos de 2009 aparecieron la mañana del 14 de agosto de este año y los gastos de 2010 en la tarde de ese mismo día. La diferencia y la celeridad en el proceder son significativas. Ahora estamos a cero y creo que con un superávit de 200 euros: ha habido un día de orquesta y un grupo ha tocado una noche donde el Noruego y otra en la puerta de Perico; ha habido películas, juegos y regalos para los niños y hasta un polémico concurso de tortillas que ganó la Lola. Claro que hay cosas que se pueden mejorar pero para eso tenemos el año que viene. Ya estoy deseando que lleguen las fiestas de 2011.

jueves, 1 de julio de 2010

Geranios

Siempre que paso por delante de unos geranios y me inunda su olor, esté donde esté,  me acuerdo de la casa de mi abuela: de las plantas en el balcón, de la ventana y las escaleras. De niño me asomaba a ese balcón y jugaba con los cochecitos entre las macetas las mañanas de verano, cuando el suelo, fregado no hacía mucho, estaba todavía frío. Fui creciendo, abandoné los juegos y por las noches volví a refugiarme en el balcón. El cielo solía estar estrellado en el estío y los geranios, que me camuflaban de las miradas desde abajo, se convirtieron –lo reconozco- en refugio de colillas. El suelo, después de haber sido golpeado durante todo el día por el sol, estaba entonces caliente y yo me sentaba en él, recostado contra la pared, a contar estrellas fugaces y ordenar pensamientos. A veces corría una brisa suave que me acercaba el aire fresco del río y que se mezclaba con ese olor de los geranios. Otras, en cambio, todo se detenía.

Debajo del balcón se oía a mi abuela sentada en el poyo con las vecinas. Hablaban de historias de antes hasta muy tarde y yo, escondido, escuchaba con atención sin que ellas advirtiesen mi presencia. Las palabras eran arrastradas por el viento hasta mis oídos y dulces, impregnadas del calor de los geranios, se confundían en ocasiones con el susurro tranquilo de las hojas de los alisos que desde lejos saludaban.

viernes, 18 de junio de 2010

Los Mundiales

Tengo un recuerdo muy vivo y grato del Mundial de Italia'90. No de la actuación de la selección española, que cayó en octavos contra Yugoslavia y a la que todavía no se llamaba 'la Roja', pero sí de otros partidos. Sobre todo, de las reacciones que iban provocando las actuaciones de algunos futbolistas extranjeros entre los muchachos del pueblo. Me acuerdo, por ejemplo, de que aunque Argentina no jugó muy bien y fue pasando rondas más por oficio que por clase,nos causaba admiración. Por las tardes, después de ver los partidos, siempre aparecía alguien con un balón e intentábamos recrear los goles que acabábamos de ver por televisión.

Maradona colgaba balones con una calidad exquisita desde la puerta de la Tía Julia y Claudio Caniggia, la gran revelación del campeonato, saltaba más que los contrarios para hacerse con el balón y disparar contra una pared de piedra entre dos parras sin que Tafarell, el arquero brasileño, pudiese hacer nada. En cuartos de final el rival de la albiceleste, que seguía encandilando a los mozos, era Yugoslavia, verdugo de España, y ahí ya había división de opiniones a la hora de pedirse un jugador. Los delanteros querían ser Caniggia y el Pelusa -siempre Diego-. Otros, más exquisitos, no olvidaban a Dragan Stojkovic, que tenía un guante en su pie derecho, aunque a menudo mandasen el cuero a los olivos del cercado. Normalmente nadie quería ser portero, pero como aquel día la tanda de penaltys había encumbrado a Goycoechea todos quisimos hacer palomitas y volvimos a casa  magullados de tanto tirarnos por el asfalto.

El Mundial iba avanzando y a nuestro campo se iban sumando grandes jugadores que a veces luchaban los balones entre los coches que aparcaban en la medular del terreno de juego. Allí estaban Roger Milla, Matthäus, Lineker... Y así llegó la gran final. En el bar de la Ramona no cabía un alma. La gente bebía mahous y picaba aceitunas. Alemanes contra argentinos. Yo quería que Maradona hiciese de las suyas, que buscase la espalda de los defensas y batiese a Bodo Illgner pero no pudo ser. Un penalty transformado por Andreas Brehme en el minuto 87 acabó con mis esperanzas y disparó los gritos de los que ya fuera junto al cercado, en las Herrerías o en la Factoría habían defendido siempre el juego físico de los alemanes y su contundencia. En la entrega de trofeos vi que Maradona lloraba al otro lado de la pantalla. "¡Qué sentimental!", escuché que alguien dijo a mi lado. Salí del bar y bajé la cuesta. Antes de doblar la esquina de los Capitanes se oían ya las voces de los muchachos: "Atención, Brehme va a disparar... el gol puede valer una Copa del Mundo...". No hubo tiempo para más. Una mujer salió corriendo detrás de Brehme y Goycoechea: "¡Y no volváis por aquí!, todo el día con el balón a vueltas...". El Mundial había terminado.

lunes, 24 de mayo de 2010

Tener "Agallas"

He oído muchas veces en mi familia decir que las gentes de los pueblos más próximos a Las Hurdes hablaban años atrás con desdén de la comarca, que a menudo trataban a sus habitantes como a inferiores y que incluso se compadecían de sus miserias, como si ellos fuesen dueños del más rico vergel. Esa situación ha estado siempre presente en la relación de Las Hurdes con las poblaciones de los llanos de Coria o con las de la cercana Sierra de Francia y, en parte, sigue hoy existiendo. Incluso en la deprimida aldea de Rebollosa, a la que sólo el río separa de la comarca, he oído hablar de Las Hurdes como de un país exótico, lejano y miserable por más que sus pocos moradores tengan que ir a Riomalo a tomar café por no tener siquiera un bar.

Es curioso cómo el ser humano se aferra al pasado y a las leyendas más negras para obviar lo evidente y consolarse con el mal ajeno. Pero lo cierto es que el problema de la despoblación es común a todo el oeste español, desde Lugo hasta Badajoz. Y ahí, claro está, se sitúan Las Hurdes y las tierras que se extienden a su alrededor, incluyendo el salmantino pueblo de Agallas, que días atrás ha sido noticia en la prensa por una curiosa pretensión: segregarse de Castilla y León y pasar a formar parte de Extremadura. Ni qué decir tiene que tal aspiración no es más que una quimera y que lo único que pretenden sus habitantes es llamar la atención sobre la situación de abandono que vive su municipio, pero no deja de llamar la atención ver cómo cambian las tornas.

Hace no muchos años el antropólogo Maurizio Catani ponía como ejemplo la relación de dependencia de El Gasco con respecto a Las Vegas de Domingo Rey –núcleo que pertenece a Agallas- como muestra de que el aislamiento en la comarca había sido hasta cierto punto relativo. Era lo mismo –decía el estudioso radicado en Francia- que lo que sucedía con La Alberca y Las Mestas y explicaba que en esta última no era infrecuente que los mayordomos de las fiestas fuesen vecinos de la villa serrana, si bien advertía que la presencia de esos sujetos contribuía también a levantar un muro en las aproximaciones que desde otros ámbitos se hacían a Las Hurdes. Y así recordaba como paradigma la figura del Tío Ignacio, un albercano que había guiado a Maurice Legendre en sus viajes por Las Hurdes y que, con sus prejuicios, había contaminado la experiencia del director de la Casa de Velázquez.

Por eso, echando un vistazo a la Historia, que a veces resulta demasiado pesada y aplasta cualquier nueva iniciativa, sólo puedo aplaudir a aquellos que tienen “agallas” para reconocer que las cosas han cambiado. Ya no vale mirar por encima del hombro sino aceptar que se está en el mismo barco y que aún queda mucho por remar.

lunes, 17 de mayo de 2010

La Creación

En la novela Diario de un cazador Delibes decía que salir al campo temprano una mañana de domingo era como estrenar la Creación. A mi me pasa cada día de primavera y azul cuando el sol empieza a despuntar entre los pinos y poco a poco ilumina los riscos, los collados y el río. Hay entonces un silencio extraño que sólo rompen las aves en el cielo y algunos habitantes del pueblo que, madrugadores, con sus Buenos días perturban un mundo que hasta hacía muy poco no les pertenecía. Es como si por la noche todo se hubiese recompuesto para ellos, como si El Canchón hubiese pintado sus laderas de un verde intenso y hubiese punteado con mimo los brotes nuevos de los árboles para significar su presencia entre las ramas más veteranas o como si el río, allá en la almazara, donde vierten las frías aguas de Batuecas, hubiese sido tallado en cristal al amparo de la oscuridad.

Camino hasta lo alto del pueblo y me asomo a un cortado. Los castaños de la Vega de los Conejos lucen espléndidos a lo lejos mientras, más abajo, las aguas de l'Arroladrones se hacen sentir cuando atraviesan el puentecillo de piedra y chocan contra la piedra. Se ve también la carretera que va para Cabezo, vacía y lisa, el Perrubio y su cortafuegos, y los alisos que pueblan las riberas. Deshago mis pasos y bajo por la carretera hasta el cruce. No sé cuanto tiempo ha transcurrido. Aún no ha pasado el panadero pero ya hay gente esperándole. Están sentados en un banco enfrascados en una amena charla y dirigiendo sus miradas sin darse cuenta para el Cueto. No sé porqué pero yo también miro hacia ese monte, de abajo arriba, desde la umbría hasta lo alto de su lomo abombado. Descubro en él ese verde tan vivo que esta mañana me ha aturdido. Quiero hacer un comentario, hablarles de lo que he visto, pero callo. Miro a mi alrededor, al cielo y a las casas regadas por una luz mágica y pienso que para algunas cosas sobran las palabras. Así que me apoyo en la pared y escucho atento el debate sobre qué panadero hace mejor el pan en este nuevo día de la Creación.


miércoles, 28 de abril de 2010

Miravete de la Sierra

El otro día vi en el telediario que los vecinos de Miravete de la Sierra, un pueblo de Teruel casi despoblado, habían hecho una campaña publicitaria a través de internet para fomentar el turismo en su municipio bajo el lema "El pueblo en el que nunca pasa nada". Me llamó muchísimo la atención la iniciativa. Al momento teclee el nombre de esa pequeña aldea en mi ordenador y estuve ojeando su página web. La visita virtual me provocó una mezcla de alegría y tristeza. Era digno de admiración que un lugar al borde de la desaparición luchase con fuerza, pero también con humor, contra un destino nada halagüeño, y apostase por perdurar a través de la red y despertar el interés de miles de internautas que, como yo mismo, ya están pensando en visitar ese mágico y remoto espacio del Maestrazgo.

En los años 80 Miravete había acogido a algunos de los últimos miembros del movimiento hippy, personas que aún creían en la idílica vida en comunidad del mundo rural, como fórmula para combatir la despoblación. Aquella experiencia no resultó. Un día esos jóvenes se cansaron, regresaron a sus ciudades y dejaron atrás a los que habían sido sus paisanos. Pero no por eso las gentes de Miravete se rindieron. Han tardado, pero han dado con un arma mucho más potente y universal que, por lo pronto, ha conectado su pueblo con el mío, y quién sabe con cuántos más.

En uno de los spots que hay colgados en la página se puede ver a los 12 habitantes de Miravete mientras uno de ellos dice que si te gusta viajar para conocer nuevas caras, en su pueblo eso sólo te llevara 12 segundos. Cuando lo vi, sonreí con amargura y de inmediato pensé que, por desgracia, en Las Mestas esa misma operación tampoco llevaría más de un minuto.

domingo, 18 de abril de 2010

Olivos

Tras la Semana Santa regresó la rutinaria calma que alimenta el silencio. Los que por unos días habían abandonado sus ciudades en busca de recuerdos de niñez dejaron una vez más la alquería y se marcharon con los turistas que en tropel habían pateado las calles, las cañadas y las veredas con el mismo ánimo que si de un safari se tratase. Los viejos olivos, que tanto habían sido fotografiados por los foráneos y cuyas ramas, ya secas, exhibían las puertas de las casas, volvieron a convertirse en el telón de fondo de cada día, abandonados, viendo como la maleza que también invade las casas viejas y los corrales, asfixia sus troncos.

Es como si los puentes, las fiestas o las vacaciones estivales fuesen un espejismo en el que se dibujasen alegrías y jolgorios que se esparcen por todo el pueblo pero que súbitamente se disipan cuando, una vez más, sólo vuelven a quedar unos pocos en sus calles. Es así cada lunes, cada 15 de agosto o cada 2 de enero, cuando el panadero detiene su furgoneta en la cuesta y no reparte ni diez panes o cuando a media tarde el bar vacío cierra su puerta. Entonces sólo los pájaros rompen el silencio y revolotean entre los cipreses y el campanario. Dan vueltas increíbles en el cielo y, ya exhaustos, cuando empieza a caer la noche, se refugian en los olivos que, en silencio, esperan volver a ser fotografiados, como si por una conjunción cósmica los flashes de las cámaras pudiesen evitar su destino de soledad y maleza. Pero no, no es así. Todo sigue pues para los zarzales no hay fiestas de guardar.

miércoles, 31 de marzo de 2010

Confusos amaneceres



Al amanecer la bruma cubre los regatos y asciende lentamente por las laderas de los montes. Se rasga en las crestas de los collados y acaricia los pinos hasta tocar el cielo. Todo es azul y frío hasta que aparece el primer rayo de sol. Ése que saluda tanto a aquellos que regresan a la alquería después de una noche de fiesta como a los que empiezan entonces su jornada. Los pájaros revolotean por la carretera con sus cantos y el olor a café sale de las puertas de algunas casas. Los mozos sonríen cuando ven a los más mayores ya levantados, preparando el hocino o dispuestos a caminar hasta Batuecas con la fresca. Éstos los miran sin escandalizarse como si sus años les hubiesen curado de espantos. También ellos vivieron esas noches y quizás las recuerden con nostalgia. Poco a poco el griterío de los muchachos irá languideciendo; derrotados por el sueño, buscarán sus camas y dejarán la mañana a quienes se acostaron temprano deseosos de comenzar un nuevo día. Entonces ya no volverán a cruzarse hasta por la tarde, cuando coincidan a la hora del café en el bar. Unos echarán la partida disfrutando de cada triunfo y otros observarán el reloj esperando que llegue otra noche.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Las mañanas en el río

Miro al cielo e intuyo que tarde o temprano empezará a colarse el sol por entre los nubarrones. No sé porqué pero mi mente viaja a la calidez del verano, a esas mañanas de cielo limpio y piedras calientes junto al río. Los niños chapotean en el Charco la Hoya, aprenden a tirarse de cabeza desde el pico o intentan atrapar renacuajos allá donde la corriente es menos fuerte. Hay también barcas y colchonetas de plástico que algunos padres han tenido que cargar hasta allá abajo para ver poco después cómo sus vástagos ni siquiera las usan un minuto. Unos chicos han visto una culebrilla cerca de las compuertas y esa atracción, que congrega las miradas de todos, es más poderosa que cualquiera de los ingenios humanos. “No os acerquéis” les gritan los mayores. Y no lo hacen, aunque no por obediencia sino por temor. Observan el animal desde una distancia prudente hasta que el más decidido de los muchachos agarra a la culebra por la cola y la levanta para el asombro de todos. La arroja más a bajo de la presa y la función queda concluida no sin antes ganarse la admiración de los más pequeños.
El sol, en lo más alto, pega con fuerza y las madres, con sombreros y gafas de sol, embadurnan a sus hijos con crema una y otra vez. También a sus maridos, que, no obstante, buscan la sombra de la encina y echan un vistazo a un periódico que en una hora habrá pasado por más de diez manos, esperando la hora del vermú. Muchos, antes de subir al chiringuito, escaleras arriba, se vuelven a dar un chapuzón para estar más frescos, y cuando se acercan a la barra del bar lo hacen chorreando. Piden cervezas en jarras frías para ellos y helados para los muchachos. “Pero que no sea de hielo”, le dice una madre al camarero y el listado que sostiene ante la mirada de los niños queda reducido a la mitad.
Subirán ya tarde por la cuesta hasta el pueblo y cuando lleguen a sus casas tenderán las toallas en los balcones para que estén secas por la tarde. Comerán con el sermón del telediario de fondo y dormitarán en la calle, junto a sus puertas, mientras los niños esperan aburridos a que se cumpla la larga digestión.

viernes, 26 de febrero de 2010

De San Baskardo a Las Mestas

Descubrí a Ramiro Pinilla por casualidad. Un domingo de 2007 en el suplemento del periódico se hablaba de su novela Antonio B., el Ruso. Ciudadano de Tercera. Era la biografía de un hombre agreste, en ocasiones más próximo a los animales que a las personas, que en la comarca leonesa de la Cabrera –la que Ramón Carnicer comparó con Las Hurdes- había sufrido lo peor de la Posguerra y el Franquismo, y se había dado al robo como único medio de supervivencia. Su vida había ido dando tumbos de un sitio para otro para acabar en Bilbao pasando por Andalucía. Aunque él mismo reconociese que sólo se sentía feliz en su aldea, La Baña. Mientras leía la novela fui viendo en el Ruso a un hurdano de esos tiempos que apenas sí tenía para llevarse a la boca una hoja de berza. Visité la Cabrera y hallé silencio en el pueblo del Ruso y majestuosidad en las montañas que lo rodeaban.

Mi siguiente cita con Pinilla fue Verdes Valles, colinas rojas, un choque entre el mundo tradicional vasco y su rápida industrialización a finales del siglo XIX. Cuando Pinilla hablaba de los verdes valles yo no podía sino pensar en Las Hurdes y reconocer en los personajes que desfilaban por sus páginas a muchos de mis paisanos que desde que tenían uso de razón se habían aferrado con fuerza a su tierra. Es cierto que en Las Hurdes no hay industria pero también aparecieron ante mí algunos conocidos que no se conformaron con el orden establecido, ésos que en vez de huir de la autoridad mal entendida de guardias y maestros les hicieron frente porque la sangre les hervía cuando veían claudicar a sus mayores ante tanto señorito.

Luego siguieron dos novelas deliciosas, La Higuera y Un muerto más, en las que Pinilla seguía universalizando las vivencias de su Getxo –como él escribe- natal y haciendo posible que mi mente recorriese kilómetros y kilómetros en décimas de segundo entre Las Mestas y la aldea de San Baskardo. Me sucede lo mismo ahora, mientras leo Las ciegas hormigas, una obra que ganó el Nadal hace más de cincuenta años y que por fin se reedita. Y creo que los nuestros también se merecen una novela por más que sea imposible alcanzar a Pinilla…

miércoles, 3 de febrero de 2010

El fútbol y el (ex)alcalde

En Las Mestas no hay campo de fútbol pero siempre nos las hemos ingeniado para inventarnos uno. Cuando era pequeño solíamos jugar en el cruce de abajo y la pequeña cochera de la esquina hacía las veces de portería. Si nos echaban de allí, íbamos a las Herrerías o incluso al jardín de la Casa del Médico. Jugábamos a no dejar caer la pelota, a colgarla desde la banda o a marear al del medio en unos rondos. Era como un entrenamiento y cuando nuestros gritos o los pelotazos contra las paredes despertaban la atención de otros muchachos, íbamos subiendo en número hasta ser suficientes como para echar un verdadero partido. Entonces subíamos a la Factoría, que era por entonces un edificio abandonado y ruinoso, y jugábamos en el jardín. Formaba un rectángulo perfecto rodeado en tres de sus flancos por un paseo porticado y árboles en su única cara descubierta. Dos columnas a un lado y dos grandes abetos al otro hacían las veces de porterías, que cambiábamos al término del primer tiempo reglamentario. Contra la que daba al edificio se podían disparar auténticos zambombazos pero contra la que delimitaban los árboles había que afinar la puntería y efectuar lanzamientos precisos. Si no, si el balón iba fuera, tocaba ir a buscarlo incluso hasta cerca del arroyo. Allí fuimos puliendo nuestra poco depurada técnica y un año acabamos convirtiéndonos en los campeones de Las Hurdes en un campeonato que se jugaba en Nuñomoral. Ése fue el mayor éxito deportivo de nuestra alquería y en el viejo bar de la Ramona aún está la copa que nos dieron, aunque fueron los derbis contra Ladrillar los partidos que más nos motivaban. Jugábamos siempre en campo contrario –uno de verdad que plantaron río arriba al borde de un precipicio- y a menudo se desencadenaban encarnizadas batallas. A veces ganábamos y otras perdíamos, pero siempre terminábamos regresando para comprobar si nuestros entrenamientos en La Factoría daban resultado. Ellos nunca bajaron a jugar a nuestra casa pero estoy seguro que si hubiésemos tenido oponentes entre esas paredes hubiéramos vendido cara la derrota.

Cuando años más tarde se construyó la Hospedería perdimos nuestro estadio y ya sólo nos quedó subir de vez en cuando a Ladrillar o echar pachangas en la carretera. Ahora los novios presiden los banquetes de bodas desde una de las porterías y en verano los huéspedes del hotel corren la banda directos a la piscina. Los mocasines, en unas ocasiones, y las chanclas, en otras, han dejado atrás a las viejas botas de fútbol pero cada vez que subo al hotel no puedo dejar de pensar en las tardes gloriosas que hemos pasado allí y en el polvo que levantaban nuestras carreras. En cómo el campo se iba llenando poco a poco y los equipos iban aumentando con recién llegados sin que hubiese que ir a buscar a nadie a su casa.

Las Jornadas sobre Medio Ambiente en Las Hurdes que se celebraron el otro día en la Hospedería fueron en cierto sentido uno de esos partidos abiertos que disputábamos en el viejo campo. Todo el mundo estaba invitando y la gente respondió. Bueno, todos no. El ex-alcalde de Ladrillar, que es ahora presidente de la Mancomunidad, no asistió. Según dijo, no habían contado con él para organizar el Encuentro y en vez de dar su opinión sobre un “partido” que se jugaba en su municipio, prefirió quedarse en el banquillo. Si cada vez que hubiésemos subido a la Factoría hubiésemos tenido que llevar un árbitro creo que todavía estaríamos esperando para echar nuestra primera pachanga.

sábado, 23 de enero de 2010

El manifiesto

Ayer era un día que tenía marcado en el calendario desde hace algún tiempo. Jornadas sobre el desarrollo rural en la hospedería de nuestro pueblo. Mesas y sesiones abiertas para que todo aquel que quisiese, pudiese dar su opinión sobre el modelo que queremos para Las Hurdes. Expertos debatiendo sobre las repoblaciones forestales, sobre los ríos y el turismo, codo con codo con gente anónima, pero protagonista del día a día de la comarca. Yo no he podido estar allí. Escribo estas líneas desde la distancia, sintiéndolo mucho, pero sabiendo que mi voz, como la de más de medio millar de personas, se oyó en las salas de la vieja factoría que mandó construir Alfonso XIII, cuando se entregó a los representantes del gobierno autonómico un manifiesto que había manado del pueblo. Pedíamos que no se sembrasen más pinos en Las Hurdes. Que, en adelante, en las zonas devastadas por el fuego, se optase por plantar especies autóctonas. No demandábamos -como alguno podría pensar- que se arrasasen los pinares que se extienden alrededor de Las Mestas desde mediados del siglo pasado. Simplemente, expresábamos nuestro deseo de que se optase por el tipo de vegetación propio de esta tierra.

En Navidades, cuando el manifiesto empezó a correr por el pueblo, firmamos casi todos. "¿Qué es para que no siembren más pinos?, trae para acá", decían algunos. Otros, más comedidos y prudentes, leían con atención los puntos del escrito mientras un gesto de satisfacción se iba dibujando en sus rostros. Recuerdo que en el bar, los de la partida, cogieron el manifiesto y plantaron sus DNI y sus firmas en el papel. Con letra temblorosa o digna de caligrafía, escribieron sus nombres. "Si lo habéis pensado vosotros que queréis bien a este pueblo, eso está bien", oí decir.

Por suerte, en Las Hurdes todavía hay gente que no se queda en la palabrería barata, que prefiere pasar a la acción, alzar la voz y pedir lo que entiende que será mejor para nuestra tierra. Gracias.

domingo, 3 de enero de 2010

Año Nuevo


Me levanté decidido. La lluvia -otra vez la lluvia- recibía el 2010. Me calcé las botas y me puse el traje de agua. Fui hasta el arroyo bastón en mano. Lo atravesé. Dejé los huertos y los olivos atrás. Pelee con jaras, brezos, zarzas y las ramas de los pinos que habían cedido a la tormenta. A duras penas alcancé la pista y un siento de colmenas. Tenía ante mi el cortafuegos que hería la ladera del Canchón. Por él descendía el agua como si fuese un regato y yo le hice frente. Comencé a subir. Dejaba atrás el pueblo, los pinos y me acercaba a los riscos que coronan la montaña. Extenuado, a media ladera me detuve. Giré la cabeza y contemplé la alquería. El humo salía de las chimeneas y se mezclaba con las nubes y las brumas. Agaché la cabeza y seguí hacia arriba. Con la lengua a fuera alcancé el final del cortafuegos. Una gran peña me saludaba. Estaba calado hasta los huesos y la niebla me impedía ver ya el pueblo. Me agarré a las jaras y me adentré entre la maleza y las rocas. Las nubes pasaban veloces entre mis piernas y las piedras sueltas hacían cada vez más penosa la ascensión. No se veía nada. Sólo muros de piedra que me retaban. Los escalé y llegué por fin a la cresta de la montaña. Respiré hondo y me invadió una gran satisfacción. Estábamos sólo el cielo y yo. Disfruté del momento y poco después volví sobre mis pasos. Atrás quedaba la cumbre. Abajo la pendiente del cortafuegos. Corrí. Me esperaba el calor de la lumbre. Ante las brasas que aún calientan la estancia escribo. ¡Feliz Año a Las Hurdes y a quien me lea! ¡Feliz Año!