sábado, 23 de enero de 2010

El manifiesto

Ayer era un día que tenía marcado en el calendario desde hace algún tiempo. Jornadas sobre el desarrollo rural en la hospedería de nuestro pueblo. Mesas y sesiones abiertas para que todo aquel que quisiese, pudiese dar su opinión sobre el modelo que queremos para Las Hurdes. Expertos debatiendo sobre las repoblaciones forestales, sobre los ríos y el turismo, codo con codo con gente anónima, pero protagonista del día a día de la comarca. Yo no he podido estar allí. Escribo estas líneas desde la distancia, sintiéndolo mucho, pero sabiendo que mi voz, como la de más de medio millar de personas, se oyó en las salas de la vieja factoría que mandó construir Alfonso XIII, cuando se entregó a los representantes del gobierno autonómico un manifiesto que había manado del pueblo. Pedíamos que no se sembrasen más pinos en Las Hurdes. Que, en adelante, en las zonas devastadas por el fuego, se optase por plantar especies autóctonas. No demandábamos -como alguno podría pensar- que se arrasasen los pinares que se extienden alrededor de Las Mestas desde mediados del siglo pasado. Simplemente, expresábamos nuestro deseo de que se optase por el tipo de vegetación propio de esta tierra.

En Navidades, cuando el manifiesto empezó a correr por el pueblo, firmamos casi todos. "¿Qué es para que no siembren más pinos?, trae para acá", decían algunos. Otros, más comedidos y prudentes, leían con atención los puntos del escrito mientras un gesto de satisfacción se iba dibujando en sus rostros. Recuerdo que en el bar, los de la partida, cogieron el manifiesto y plantaron sus DNI y sus firmas en el papel. Con letra temblorosa o digna de caligrafía, escribieron sus nombres. "Si lo habéis pensado vosotros que queréis bien a este pueblo, eso está bien", oí decir.

Por suerte, en Las Hurdes todavía hay gente que no se queda en la palabrería barata, que prefiere pasar a la acción, alzar la voz y pedir lo que entiende que será mejor para nuestra tierra. Gracias.

domingo, 3 de enero de 2010

Año Nuevo


Me levanté decidido. La lluvia -otra vez la lluvia- recibía el 2010. Me calcé las botas y me puse el traje de agua. Fui hasta el arroyo bastón en mano. Lo atravesé. Dejé los huertos y los olivos atrás. Pelee con jaras, brezos, zarzas y las ramas de los pinos que habían cedido a la tormenta. A duras penas alcancé la pista y un siento de colmenas. Tenía ante mi el cortafuegos que hería la ladera del Canchón. Por él descendía el agua como si fuese un regato y yo le hice frente. Comencé a subir. Dejaba atrás el pueblo, los pinos y me acercaba a los riscos que coronan la montaña. Extenuado, a media ladera me detuve. Giré la cabeza y contemplé la alquería. El humo salía de las chimeneas y se mezclaba con las nubes y las brumas. Agaché la cabeza y seguí hacia arriba. Con la lengua a fuera alcancé el final del cortafuegos. Una gran peña me saludaba. Estaba calado hasta los huesos y la niebla me impedía ver ya el pueblo. Me agarré a las jaras y me adentré entre la maleza y las rocas. Las nubes pasaban veloces entre mis piernas y las piedras sueltas hacían cada vez más penosa la ascensión. No se veía nada. Sólo muros de piedra que me retaban. Los escalé y llegué por fin a la cresta de la montaña. Respiré hondo y me invadió una gran satisfacción. Estábamos sólo el cielo y yo. Disfruté del momento y poco después volví sobre mis pasos. Atrás quedaba la cumbre. Abajo la pendiente del cortafuegos. Corrí. Me esperaba el calor de la lumbre. Ante las brasas que aún calientan la estancia escribo. ¡Feliz Año a Las Hurdes y a quien me lea! ¡Feliz Año!