miércoles, 31 de marzo de 2010

Confusos amaneceres



Al amanecer la bruma cubre los regatos y asciende lentamente por las laderas de los montes. Se rasga en las crestas de los collados y acaricia los pinos hasta tocar el cielo. Todo es azul y frío hasta que aparece el primer rayo de sol. Ése que saluda tanto a aquellos que regresan a la alquería después de una noche de fiesta como a los que empiezan entonces su jornada. Los pájaros revolotean por la carretera con sus cantos y el olor a café sale de las puertas de algunas casas. Los mozos sonríen cuando ven a los más mayores ya levantados, preparando el hocino o dispuestos a caminar hasta Batuecas con la fresca. Éstos los miran sin escandalizarse como si sus años les hubiesen curado de espantos. También ellos vivieron esas noches y quizás las recuerden con nostalgia. Poco a poco el griterío de los muchachos irá languideciendo; derrotados por el sueño, buscarán sus camas y dejarán la mañana a quienes se acostaron temprano deseosos de comenzar un nuevo día. Entonces ya no volverán a cruzarse hasta por la tarde, cuando coincidan a la hora del café en el bar. Unos echarán la partida disfrutando de cada triunfo y otros observarán el reloj esperando que llegue otra noche.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Las mañanas en el río

Miro al cielo e intuyo que tarde o temprano empezará a colarse el sol por entre los nubarrones. No sé porqué pero mi mente viaja a la calidez del verano, a esas mañanas de cielo limpio y piedras calientes junto al río. Los niños chapotean en el Charco la Hoya, aprenden a tirarse de cabeza desde el pico o intentan atrapar renacuajos allá donde la corriente es menos fuerte. Hay también barcas y colchonetas de plástico que algunos padres han tenido que cargar hasta allá abajo para ver poco después cómo sus vástagos ni siquiera las usan un minuto. Unos chicos han visto una culebrilla cerca de las compuertas y esa atracción, que congrega las miradas de todos, es más poderosa que cualquiera de los ingenios humanos. “No os acerquéis” les gritan los mayores. Y no lo hacen, aunque no por obediencia sino por temor. Observan el animal desde una distancia prudente hasta que el más decidido de los muchachos agarra a la culebra por la cola y la levanta para el asombro de todos. La arroja más a bajo de la presa y la función queda concluida no sin antes ganarse la admiración de los más pequeños.
El sol, en lo más alto, pega con fuerza y las madres, con sombreros y gafas de sol, embadurnan a sus hijos con crema una y otra vez. También a sus maridos, que, no obstante, buscan la sombra de la encina y echan un vistazo a un periódico que en una hora habrá pasado por más de diez manos, esperando la hora del vermú. Muchos, antes de subir al chiringuito, escaleras arriba, se vuelven a dar un chapuzón para estar más frescos, y cuando se acercan a la barra del bar lo hacen chorreando. Piden cervezas en jarras frías para ellos y helados para los muchachos. “Pero que no sea de hielo”, le dice una madre al camarero y el listado que sostiene ante la mirada de los niños queda reducido a la mitad.
Subirán ya tarde por la cuesta hasta el pueblo y cuando lleguen a sus casas tenderán las toallas en los balcones para que estén secas por la tarde. Comerán con el sermón del telediario de fondo y dormitarán en la calle, junto a sus puertas, mientras los niños esperan aburridos a que se cumpla la larga digestión.