sábado, 28 de noviembre de 2009

La aldea global

Creo que el tipo que acuñó el concepto de aldea global y los que primero saludaron el ingenio y la concisión de su creador no vivían en un lugar como Las Mestas. Puede que me equivoque, pero me da la sensación de que cada uno, desde su púlpito, pensó en algo así como una red que abarcaba todo el planeta y que ofrecía inmensas posibilidades. Se podía, por ejemplo, trabajar desde la India para un periódico local de una pequeña ciudad de California, porque los plenos municipales eran retransmitidos online y al dueño del diario le salía mucho más barato contratar a un Apu que al Jones de turno. Se podía también organizar debates a tres bandas o a cuatro continentes sobre el último grito de la pasarela de Milán; crear un foro de locos por la comida japonesa en el que participasen belgas, canadienses y sudafricanos; o, en fin, unirse mundialmente a las protestas contra tal o cual régimen político, ya fueses un panadero de Móstoles o un policía de la agitada Baltimore. Ése era el concepto, un concepto que lo invadía todo: mientras te tomabas un whiskey irlandés viendo un partido de la liga inglesa en un televisor coreano, podías estar sentado sobre un sofá made in Turkey en un pueblo como Las Mestas.

Lo que pasa es que a mi lo que me viene a la cabeza es mi aldea global, sobre todo si la copa me la estoy tomando sentado en los sofás del bar de las Cabañas, viendo un partido de fútbol. En principio no es que el lugar tenga nada del otro mundo –los parroquianos echan la partida y los turistas de fin de semana en botas de montaña no osan alzar la voz más que el que canta las cuarenta jugando al tute-. Pero hay algo más, algo que a nadie se le escapa. El dueño fuma en una esquina de la barra mientras la camarera atiende a los clientes y tararea las canciones que suenan en los altavoces. No, eso no es; hay algo más. Me acerco a la barra. ¿He dicho que la empleada es morena y el jefe rubio? “No parecen de por aquí”, oigo decir a una mujer de Madrid a su marido. Ah sí: él es noruego y ella dominicana. Y me encanta. Eso sí, no soporto que la bachata se haya impuesto al black metal.

lunes, 23 de noviembre de 2009

A escuela

Los días de otoño en Las Mestas la vida transcurre tranquila. Si el sol aparece temprano, unos pocos saldrán a la carretera y se sentarán a ver pasar los pocos coches que transcurren por la carretera. Por la tarde, las mujeres pasearán hasta la Roza con el Perrubio al frente, se contarán sus chismes y regresarán a la alquería antes de que la luz se marche. Si, en cambio, amanece nublado y lluvioso, sólo el claxon del panadero les hará salir de sus hogares para comprar una barra. Intercambiarán unas palabras, se darán novedades y, ya por la tarde, después de comer, algunos jubilados se asomarán al bar para ver si abre y hay partida; algunas mujeres, en cambio, subirán hasta el teso y darán vida a la escuela. Escucharán las indicaciones de una "maestra", afinarán la mente y ejercitarán la lógica, y en ocasiones se despistarán recordando cuando eran jóvenes e iban clase, pero alzarán la vista y ver que quien les habla y les explica es alguien de los suyos les llenará de orgullo.


sábado, 7 de noviembre de 2009

Un avión en el Cueto

El pasado 30 de octubre, justo antes de que algunos regresasen a la alquería por los Santos, un ruido que retumbaba por todo el valle desperezó, muy temprano, a los vecinos de Las Mestas. Era una avioneta que surcaba los cielos muy cerca de las copas de los árboles, que hacía maniobras arriesgadas en las faldas del Perrubio y se dejaba caer a gran velocidad hacia los olivares de la Roza para encarar con fuerza el ascenso al Canchón. Estaba fumigando los montes para evitar que una enfermedad que sufren algunos pinos se propagase entre los sanos.

Cuando escuché por primera vez el penetrante ruido de su única hélice aún no había salido yo a la calle. Estaba desayunando y tardé largo rato en imaginar de qué se trataba realmente. No era verano y aunque este año no ha llovido lo suficiente, la semana anterior varios chubascos habían traído agua a los regatos. No, no podía ser una señal como las que en los meses de estío nos sobresaltan, temiendo siempre que haya llamas quemando lo que aún no se ha quemado. Subí al cruce de las Herrerías y pude contemplar los movimientos de la aeronave. Dejaba a su paso un tenue y difuso reguero blanco que caía sobre el monte. Luego, caminando por la carretera vi un bando del Ayuntamiento que prohibía, durante una semana, la recogida de setas y frutos silvestres en todo el término municipal. Pensé entonces que aún no había probado los níscalos este año y que, a pesar de que el tiempo no ayudaba a que hubiesen surgido en corrillos bajo un manto de humus, ni siquiera podría pertrecharme de un palo y salir en búsqueda de setas aunque volviese con las manos vacías.

Lástima, pensé, y estuve un rato cabizbajo hasta que, de nuevo, una pasada del avión sobre el pueblo me hizo alzar la vista. El aparato surcó el cielo rumbo a la Vega del Canto y a medio camino viró para posarse, intuí yo, en la pista del Cueto. En ese momento, recordé lo que aquel lugar había sido durante muchos veranos: un centro de operaciones contra el fuego que albergaba aviones y helicópteros, pilotos y mecánicos... que desprendía, en fin, vitalidad y trabajo y que cubría a aquel monte de una aureola de aventura. A mi me hizo soñar y ha vuelto, aunque sea por un día, para quedarse en mi memoria.