jueves, 1 de julio de 2010

Geranios

Siempre que paso por delante de unos geranios y me inunda su olor, esté donde esté,  me acuerdo de la casa de mi abuela: de las plantas en el balcón, de la ventana y las escaleras. De niño me asomaba a ese balcón y jugaba con los cochecitos entre las macetas las mañanas de verano, cuando el suelo, fregado no hacía mucho, estaba todavía frío. Fui creciendo, abandoné los juegos y por las noches volví a refugiarme en el balcón. El cielo solía estar estrellado en el estío y los geranios, que me camuflaban de las miradas desde abajo, se convirtieron –lo reconozco- en refugio de colillas. El suelo, después de haber sido golpeado durante todo el día por el sol, estaba entonces caliente y yo me sentaba en él, recostado contra la pared, a contar estrellas fugaces y ordenar pensamientos. A veces corría una brisa suave que me acercaba el aire fresco del río y que se mezclaba con ese olor de los geranios. Otras, en cambio, todo se detenía.

Debajo del balcón se oía a mi abuela sentada en el poyo con las vecinas. Hablaban de historias de antes hasta muy tarde y yo, escondido, escuchaba con atención sin que ellas advirtiesen mi presencia. Las palabras eran arrastradas por el viento hasta mis oídos y dulces, impregnadas del calor de los geranios, se confundían en ocasiones con el susurro tranquilo de las hojas de los alisos que desde lejos saludaban.