miércoles, 28 de abril de 2010

Miravete de la Sierra

El otro día vi en el telediario que los vecinos de Miravete de la Sierra, un pueblo de Teruel casi despoblado, habían hecho una campaña publicitaria a través de internet para fomentar el turismo en su municipio bajo el lema "El pueblo en el que nunca pasa nada". Me llamó muchísimo la atención la iniciativa. Al momento teclee el nombre de esa pequeña aldea en mi ordenador y estuve ojeando su página web. La visita virtual me provocó una mezcla de alegría y tristeza. Era digno de admiración que un lugar al borde de la desaparición luchase con fuerza, pero también con humor, contra un destino nada halagüeño, y apostase por perdurar a través de la red y despertar el interés de miles de internautas que, como yo mismo, ya están pensando en visitar ese mágico y remoto espacio del Maestrazgo.

En los años 80 Miravete había acogido a algunos de los últimos miembros del movimiento hippy, personas que aún creían en la idílica vida en comunidad del mundo rural, como fórmula para combatir la despoblación. Aquella experiencia no resultó. Un día esos jóvenes se cansaron, regresaron a sus ciudades y dejaron atrás a los que habían sido sus paisanos. Pero no por eso las gentes de Miravete se rindieron. Han tardado, pero han dado con un arma mucho más potente y universal que, por lo pronto, ha conectado su pueblo con el mío, y quién sabe con cuántos más.

En uno de los spots que hay colgados en la página se puede ver a los 12 habitantes de Miravete mientras uno de ellos dice que si te gusta viajar para conocer nuevas caras, en su pueblo eso sólo te llevara 12 segundos. Cuando lo vi, sonreí con amargura y de inmediato pensé que, por desgracia, en Las Mestas esa misma operación tampoco llevaría más de un minuto.

domingo, 18 de abril de 2010

Olivos

Tras la Semana Santa regresó la rutinaria calma que alimenta el silencio. Los que por unos días habían abandonado sus ciudades en busca de recuerdos de niñez dejaron una vez más la alquería y se marcharon con los turistas que en tropel habían pateado las calles, las cañadas y las veredas con el mismo ánimo que si de un safari se tratase. Los viejos olivos, que tanto habían sido fotografiados por los foráneos y cuyas ramas, ya secas, exhibían las puertas de las casas, volvieron a convertirse en el telón de fondo de cada día, abandonados, viendo como la maleza que también invade las casas viejas y los corrales, asfixia sus troncos.

Es como si los puentes, las fiestas o las vacaciones estivales fuesen un espejismo en el que se dibujasen alegrías y jolgorios que se esparcen por todo el pueblo pero que súbitamente se disipan cuando, una vez más, sólo vuelven a quedar unos pocos en sus calles. Es así cada lunes, cada 15 de agosto o cada 2 de enero, cuando el panadero detiene su furgoneta en la cuesta y no reparte ni diez panes o cuando a media tarde el bar vacío cierra su puerta. Entonces sólo los pájaros rompen el silencio y revolotean entre los cipreses y el campanario. Dan vueltas increíbles en el cielo y, ya exhaustos, cuando empieza a caer la noche, se refugian en los olivos que, en silencio, esperan volver a ser fotografiados, como si por una conjunción cósmica los flashes de las cámaras pudiesen evitar su destino de soledad y maleza. Pero no, no es así. Todo sigue pues para los zarzales no hay fiestas de guardar.