viernes, 26 de febrero de 2010

De San Baskardo a Las Mestas

Descubrí a Ramiro Pinilla por casualidad. Un domingo de 2007 en el suplemento del periódico se hablaba de su novela Antonio B., el Ruso. Ciudadano de Tercera. Era la biografía de un hombre agreste, en ocasiones más próximo a los animales que a las personas, que en la comarca leonesa de la Cabrera –la que Ramón Carnicer comparó con Las Hurdes- había sufrido lo peor de la Posguerra y el Franquismo, y se había dado al robo como único medio de supervivencia. Su vida había ido dando tumbos de un sitio para otro para acabar en Bilbao pasando por Andalucía. Aunque él mismo reconociese que sólo se sentía feliz en su aldea, La Baña. Mientras leía la novela fui viendo en el Ruso a un hurdano de esos tiempos que apenas sí tenía para llevarse a la boca una hoja de berza. Visité la Cabrera y hallé silencio en el pueblo del Ruso y majestuosidad en las montañas que lo rodeaban.

Mi siguiente cita con Pinilla fue Verdes Valles, colinas rojas, un choque entre el mundo tradicional vasco y su rápida industrialización a finales del siglo XIX. Cuando Pinilla hablaba de los verdes valles yo no podía sino pensar en Las Hurdes y reconocer en los personajes que desfilaban por sus páginas a muchos de mis paisanos que desde que tenían uso de razón se habían aferrado con fuerza a su tierra. Es cierto que en Las Hurdes no hay industria pero también aparecieron ante mí algunos conocidos que no se conformaron con el orden establecido, ésos que en vez de huir de la autoridad mal entendida de guardias y maestros les hicieron frente porque la sangre les hervía cuando veían claudicar a sus mayores ante tanto señorito.

Luego siguieron dos novelas deliciosas, La Higuera y Un muerto más, en las que Pinilla seguía universalizando las vivencias de su Getxo –como él escribe- natal y haciendo posible que mi mente recorriese kilómetros y kilómetros en décimas de segundo entre Las Mestas y la aldea de San Baskardo. Me sucede lo mismo ahora, mientras leo Las ciegas hormigas, una obra que ganó el Nadal hace más de cincuenta años y que por fin se reedita. Y creo que los nuestros también se merecen una novela por más que sea imposible alcanzar a Pinilla…

miércoles, 3 de febrero de 2010

El fútbol y el (ex)alcalde

En Las Mestas no hay campo de fútbol pero siempre nos las hemos ingeniado para inventarnos uno. Cuando era pequeño solíamos jugar en el cruce de abajo y la pequeña cochera de la esquina hacía las veces de portería. Si nos echaban de allí, íbamos a las Herrerías o incluso al jardín de la Casa del Médico. Jugábamos a no dejar caer la pelota, a colgarla desde la banda o a marear al del medio en unos rondos. Era como un entrenamiento y cuando nuestros gritos o los pelotazos contra las paredes despertaban la atención de otros muchachos, íbamos subiendo en número hasta ser suficientes como para echar un verdadero partido. Entonces subíamos a la Factoría, que era por entonces un edificio abandonado y ruinoso, y jugábamos en el jardín. Formaba un rectángulo perfecto rodeado en tres de sus flancos por un paseo porticado y árboles en su única cara descubierta. Dos columnas a un lado y dos grandes abetos al otro hacían las veces de porterías, que cambiábamos al término del primer tiempo reglamentario. Contra la que daba al edificio se podían disparar auténticos zambombazos pero contra la que delimitaban los árboles había que afinar la puntería y efectuar lanzamientos precisos. Si no, si el balón iba fuera, tocaba ir a buscarlo incluso hasta cerca del arroyo. Allí fuimos puliendo nuestra poco depurada técnica y un año acabamos convirtiéndonos en los campeones de Las Hurdes en un campeonato que se jugaba en Nuñomoral. Ése fue el mayor éxito deportivo de nuestra alquería y en el viejo bar de la Ramona aún está la copa que nos dieron, aunque fueron los derbis contra Ladrillar los partidos que más nos motivaban. Jugábamos siempre en campo contrario –uno de verdad que plantaron río arriba al borde de un precipicio- y a menudo se desencadenaban encarnizadas batallas. A veces ganábamos y otras perdíamos, pero siempre terminábamos regresando para comprobar si nuestros entrenamientos en La Factoría daban resultado. Ellos nunca bajaron a jugar a nuestra casa pero estoy seguro que si hubiésemos tenido oponentes entre esas paredes hubiéramos vendido cara la derrota.

Cuando años más tarde se construyó la Hospedería perdimos nuestro estadio y ya sólo nos quedó subir de vez en cuando a Ladrillar o echar pachangas en la carretera. Ahora los novios presiden los banquetes de bodas desde una de las porterías y en verano los huéspedes del hotel corren la banda directos a la piscina. Los mocasines, en unas ocasiones, y las chanclas, en otras, han dejado atrás a las viejas botas de fútbol pero cada vez que subo al hotel no puedo dejar de pensar en las tardes gloriosas que hemos pasado allí y en el polvo que levantaban nuestras carreras. En cómo el campo se iba llenando poco a poco y los equipos iban aumentando con recién llegados sin que hubiese que ir a buscar a nadie a su casa.

Las Jornadas sobre Medio Ambiente en Las Hurdes que se celebraron el otro día en la Hospedería fueron en cierto sentido uno de esos partidos abiertos que disputábamos en el viejo campo. Todo el mundo estaba invitando y la gente respondió. Bueno, todos no. El ex-alcalde de Ladrillar, que es ahora presidente de la Mancomunidad, no asistió. Según dijo, no habían contado con él para organizar el Encuentro y en vez de dar su opinión sobre un “partido” que se jugaba en su municipio, prefirió quedarse en el banquillo. Si cada vez que hubiésemos subido a la Factoría hubiésemos tenido que llevar un árbitro creo que todavía estaríamos esperando para echar nuestra primera pachanga.