viernes, 18 de junio de 2010

Los Mundiales

Tengo un recuerdo muy vivo y grato del Mundial de Italia'90. No de la actuación de la selección española, que cayó en octavos contra Yugoslavia y a la que todavía no se llamaba 'la Roja', pero sí de otros partidos. Sobre todo, de las reacciones que iban provocando las actuaciones de algunos futbolistas extranjeros entre los muchachos del pueblo. Me acuerdo, por ejemplo, de que aunque Argentina no jugó muy bien y fue pasando rondas más por oficio que por clase,nos causaba admiración. Por las tardes, después de ver los partidos, siempre aparecía alguien con un balón e intentábamos recrear los goles que acabábamos de ver por televisión.

Maradona colgaba balones con una calidad exquisita desde la puerta de la Tía Julia y Claudio Caniggia, la gran revelación del campeonato, saltaba más que los contrarios para hacerse con el balón y disparar contra una pared de piedra entre dos parras sin que Tafarell, el arquero brasileño, pudiese hacer nada. En cuartos de final el rival de la albiceleste, que seguía encandilando a los mozos, era Yugoslavia, verdugo de España, y ahí ya había división de opiniones a la hora de pedirse un jugador. Los delanteros querían ser Caniggia y el Pelusa -siempre Diego-. Otros, más exquisitos, no olvidaban a Dragan Stojkovic, que tenía un guante en su pie derecho, aunque a menudo mandasen el cuero a los olivos del cercado. Normalmente nadie quería ser portero, pero como aquel día la tanda de penaltys había encumbrado a Goycoechea todos quisimos hacer palomitas y volvimos a casa  magullados de tanto tirarnos por el asfalto.

El Mundial iba avanzando y a nuestro campo se iban sumando grandes jugadores que a veces luchaban los balones entre los coches que aparcaban en la medular del terreno de juego. Allí estaban Roger Milla, Matthäus, Lineker... Y así llegó la gran final. En el bar de la Ramona no cabía un alma. La gente bebía mahous y picaba aceitunas. Alemanes contra argentinos. Yo quería que Maradona hiciese de las suyas, que buscase la espalda de los defensas y batiese a Bodo Illgner pero no pudo ser. Un penalty transformado por Andreas Brehme en el minuto 87 acabó con mis esperanzas y disparó los gritos de los que ya fuera junto al cercado, en las Herrerías o en la Factoría habían defendido siempre el juego físico de los alemanes y su contundencia. En la entrega de trofeos vi que Maradona lloraba al otro lado de la pantalla. "¡Qué sentimental!", escuché que alguien dijo a mi lado. Salí del bar y bajé la cuesta. Antes de doblar la esquina de los Capitanes se oían ya las voces de los muchachos: "Atención, Brehme va a disparar... el gol puede valer una Copa del Mundo...". No hubo tiempo para más. Una mujer salió corriendo detrás de Brehme y Goycoechea: "¡Y no volváis por aquí!, todo el día con el balón a vueltas...". El Mundial había terminado.