viernes, 29 de octubre de 2010

Cuatro parasoles bajo el sol

La sartén ya está caliente y pongo sobre ella los parasoles. Los he aderezado con aceite y sal y chisporretean alegres. Una aroma intensa y penetrante invade la cocina y hace que la boca se me haga agua. Me ayudo de una espátula y los coloco en un plato sobre un lecho de jamón. Me sirvo también una copa de vino  y salgo a comerlos a la calle. Es la una y media y es agradable sentarse bajo el sol a escuchar las voces que llegan huecas desde la carretera. Cerca pasan algunos vecinos del pueblo y les convido a mi festín particular pero declinan la invitación educadamente. En seguida comeremos,  dicen sin detenerse en su camino hacia sus casas. Es el primer día de este año en que voy a probar las setas. Esta mañana las encontré en un corrillo por caso mientras caminaba más allá del arroyo. El descubrimiento me produjo una tremenda alegría. Las arranqué lentamente y con mimo  las coloqué en el fondo de mi mochila. Animado me proveí de un palo y afanoso comencé a buscar más.  Pertrechado caminé durante largo rato de acá para allá sobre la hierba mojada. Me agachaba y descorría suavemente cortinas de maleza con la esperanza de encontrar más tesoros; buscaba y rebuscaba sin cesar pero no tuve suerte. Ya no vi ninguna más. Regresé a caso despacio con miedo a que un resbalón, una mala caída, pudiese arruinar mi botín. Abrí la puerta y ya a salvo puse en la pila los parasoles. Los miré como quien contempla una obra maestra. Solamente eran cuatro pero eran hermosos. Me descubrí a mi mismo riendo y afortunado pensé que a veces la vida era sencilla. Eran cuatro parasoles. Los conté: uno, dos, tres y cuatro, ni uno más ni uno menos. No necesitaba nada más en este mediodía soleado. Me bastaba con cuatro parasoles bajo el sol de otoño.

viernes, 15 de octubre de 2010

Cae la noche de otoño

Cae la noche sobre los tejados de la alquería y el humo de las chimeneas se confunde con las nubes que han bajado hasta el valle. Los gatos se juntan en las cañadas a la espera de que una ventana se abra y caiga una raspa. Nadie más hay fuera. La gente ha dejado paso a la calma y cena en silencio en sus casas. Ni siquiera la letanía de la televisión encendida y olvidada altera el mutismo de las cocinas. Es el otoño que poco a poco impone su ley. El sol se marchó hoy pronto tras los collados de poniente y las hojas de los alisos comenzaron a caer. La humedad verdea ya en las paredes viejas y el agua corre con más fuerza en el arroyo como si temiese llegar tarde a su encuentro con el río. El Enebro impasible extiende sus ramas. En la carretera hay algunos coches aparcados pero nada más. Camino arriba y abajo solo. Todo son puertas cerradas. Sólo algunas se abrirán al alba. La mayoría seguirán con sus candados hasta el verano. Quién sabe cuánto podría estar en medio de la carretera sin que pasase nadie. Una hora, dos horas... sólo el tiempo y los gatos pasan en esta noche de otoño. Todo se guarda ya. Mañana los gatos seguirán en las cañadas maullándose entre sí y las hojas continuarán cayendo agolpándose en un manto amarillo y marrón.

lunes, 4 de octubre de 2010

De vuelta sin ida

Supongo que le pasará a más de uno. Que el pueblo es en cierto modo un patrón con el que medimos el mundo. Comparamos sus gentes con las de lejanos países, rivalizamos su naturaleza con la de exóticos bosques y añoramos su calma en medio de los mayores atascos. Todo nos lleva a él aunque no estemos en él; todo hace que surja en nuestro día a día y que esté presente de forma más o menos evidente en nuestras conversaciones, nuestros discursos o nuestros pensamientos cotidianos. Alguien me dijo un día que es tanto nuestra alquería que cuando ve por primera vez a una persona que le gusta y comienza a hablar con ella trata de imaginársela compartiendo un asado en la puerta de su casa con sus amigos o sentada en los canchales del río, comiendo pipas bajo el sol. Puede que suene exagerado pero no le falta razón pues quizás esa fórmula ha condicionado las relaciones amorosas de muchos hijos de Las Mestas. Creo que hay muy pocas personas casadas o ennoviadas -vaya palabro- con alguien de aquí a las que no les guste sentarse en la carretera a ver pasar los coches, caminar por la umbría o pararse a hablar con cualquiera en las Herrerías. Si los hay deben de ser muy pocos, quizás la excepción. Pero no por ello quiero decir que nuestro pueblo sea un marco perfecto o el mejor de los escenarios posibles y que simplemente esas personas hayan sucumbido a sus bellezas. Qué va. Las Mestas es un pueblo como tantos otros pero para nosotros es tan importante que esas personas han aprendido a amarlo por ser parte de nuestro ser, casi como una prolongación, y así les ha gustado nuestra forma de hablar, el color de nuestros ojos o los rizos de nuestro pelo y entre medias los cipreses de Las Mestas. Al fin y al cabo, esas lanzas que se clavan en el cielo están siempre en nuestro pensamiento.