jueves, 24 de febrero de 2011

Progreso

Enciende la televisión como cada semana a la misma hora. Se tumba en el sofá mientras su madre en la cocina prepara la cena. Ya se sabe, tendría que estar estudiando pero uno no siempre hace las cosas que debiera. Al otro lado de la pantalla todo se desarrolla en un instituto de barrio, con sus problemas y sus alegrías, con el chico al que el resto de la clase hace el vacío y que, por fin, un día después de ir al cine conquista a la chica. El primer beso se lo dará a la puerta de un McDonald's. Un encuentro casual. Él volvía de los recreativos y ella, bolsa de zara en mano, de dar un paseo por el centro con sus amigas. Se había parado en todos los escaparates: Berskha, Pull & Bear, Stradivarius, Mango... Si acaso un día los guionistas pensarán que porqué no hacer que los chicos vayan a una casa rural un fin de semana. Un paisaje maravilloso en medio de la sierra y, cómo no, una buena nevada que los deje aislados. Cuántas cosas podrán pasar en la casa así. Habrá tiempo para todo. Para que el malote de la serie ponga a prueba a la chica buena o para que la chica tímida se pase suspirando todo el episodio por el chico que no pudo ir con ellos de excursión. Qué pena. Un skater que se fracturó la tibia cuando buscaba un salto mágico con el que impresionar a las niñas pijas, falda escocesa, que van a colegio de pago.

Su madre entra en el salón y apaga la televisión. Discuten. Tenía que estar estudiando. Él lo sabe y le muestra los apuntes esparcidos por encima de la mesa. En media hora cenamos, le dice la madre enfadada y él dice que en media hora estará en la cocina, que ahora va a dar una vuelta. Fuera ya se ha puesto el sol y casi no hay gente en la calle. No hay grandes luces, ni centros comerciales donde refugiarse del frío, ni siquiera un simple recreativo donde pasar el rato. El chico desea con todas sus fuerzas que se acabe este año, por fin, para en septiembre dejar el pueblo. Se irá a la ciudad a estudiar un módulo y si no le va bien -nunca ha sido un as en los estudios- ya se buscará un trabajo de lo que sea. Quizás en telepizza, como sus héroes de las series. Pero al pueblo nunca más. Si acaso en vacaciones, como los que vienen en verano.

Así se ha despoblado mi pueblo y así se despueblan miles. Alguien dijo que el progreso es el centro comercial, el adosado, el restaurante caro, los atascos..., nos lo hemos creído a pies juntillas. La tele, maldita tele, marca el camino hacia la pretendida felicidad. Y duele, duele mucho pensar que todo lo mueve el dinero, que solo hay una dirección, que solo hay un progreso. Yo me niego. No me lo creo. No puedo creerlo. Pero entiendo a los chicos que se van de los pueblos a la periferia de las ciudades porque nadie les habló de otras cosas, porque no vieron nada más. Ojalá alguno regrese después de ver mundo y lleve a su pueblo adelante, a donde él quiera.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Desde el avión

Miraba desde la ventanilla del avión. Desde lo alto los montes parecían de papel, los ríos de plata y las carreteras en el llano de cordón fino. Por allí debe estar mi pueblo, pensé al ver el verde y las montañas redondas y quise estar allí. Quise saltar al vacío sobre un tobogán y que deslizándome mi cuerpo llegase suave hasta un olivar. Levantarme, sacudirme la tierra y saludar a los vecinos. Decir "pasaba por aquí y pensé en detenerme; ¿cómo va todo?", y sin más sentarme en un poyo al sol a ver cómo la mañana se hace tarde y la tarde noche. Y lo hice. Cerré los ojos con fuerza y cuando los abrí estaba allí. Llegué justo cuando el panadero anclaba su furgoneta en la cuesta y sus pitidos atraían a las gentes. Era el de Vegas; intercambié unas palabras con él y le compré un pan, no muy hecho, la verdad. Baje hasta el río. Atrás se oían las voces de algunos obreros que trabajaban en una casa. Sus aguas bajaban limpias y tranquilas, como si no quisiesen alterar la calma que se respiraba. Con la seguridad que da saber que todo sigue igual, retomé mis pasos y volví al pueblo. Bajé por la calle de la iglesia hasta la plazoleta y seguí caminando hasta salir justo a la casa del Lineras. "Hombre, ¿dando una vueltina por aquí?, me preguntaron unos hombres que estaban en un corrillo. "Sí, me he escapado a ver que se cocía", contesté. Proseguí mi marcha por la carretera que serpenteaba la colina y subí hasta el hotel. Desde el mirador de la vieja factoría contemplé la alquería. El humo ascendía lentamente desde algunos tejados y de vez en cuando algún coche pasaba por la carretera. La tierra estaba húmeda y las hojas de los alisos del río amarillas, naranjas y marrones. Cuánto te echaba de menos, grité a los cuatro vientos hasta que una voz me despertó de mi sueño mágico: "Señor, vamos a aterrizar; debe abrocharse el cinturón". Me sobresalté y la azafata no pudo sino mirarme extañada y educadamente pedirme de nuevo que la obedeciese y colocase bien el respaldo de mi asiento. Las nubes ya no me dejaban ver através de la ventana y mi rostro se tornó huraño. "¿Algún problema, señor?". "Ninguno, ninguno..." contesté mientras ajustaba mi butaca. "Si supiese donde estaba hace solo cinco minutos", susurré...

viernes, 29 de octubre de 2010

Cuatro parasoles bajo el sol

La sartén ya está caliente y pongo sobre ella los parasoles. Los he aderezado con aceite y sal y chisporretean alegres. Una aroma intensa y penetrante invade la cocina y hace que la boca se me haga agua. Me ayudo de una espátula y los coloco en un plato sobre un lecho de jamón. Me sirvo también una copa de vino  y salgo a comerlos a la calle. Es la una y media y es agradable sentarse bajo el sol a escuchar las voces que llegan huecas desde la carretera. Cerca pasan algunos vecinos del pueblo y les convido a mi festín particular pero declinan la invitación educadamente. En seguida comeremos,  dicen sin detenerse en su camino hacia sus casas. Es el primer día de este año en que voy a probar las setas. Esta mañana las encontré en un corrillo por caso mientras caminaba más allá del arroyo. El descubrimiento me produjo una tremenda alegría. Las arranqué lentamente y con mimo  las coloqué en el fondo de mi mochila. Animado me proveí de un palo y afanoso comencé a buscar más.  Pertrechado caminé durante largo rato de acá para allá sobre la hierba mojada. Me agachaba y descorría suavemente cortinas de maleza con la esperanza de encontrar más tesoros; buscaba y rebuscaba sin cesar pero no tuve suerte. Ya no vi ninguna más. Regresé a caso despacio con miedo a que un resbalón, una mala caída, pudiese arruinar mi botín. Abrí la puerta y ya a salvo puse en la pila los parasoles. Los miré como quien contempla una obra maestra. Solamente eran cuatro pero eran hermosos. Me descubrí a mi mismo riendo y afortunado pensé que a veces la vida era sencilla. Eran cuatro parasoles. Los conté: uno, dos, tres y cuatro, ni uno más ni uno menos. No necesitaba nada más en este mediodía soleado. Me bastaba con cuatro parasoles bajo el sol de otoño.

viernes, 15 de octubre de 2010

Cae la noche de otoño

Cae la noche sobre los tejados de la alquería y el humo de las chimeneas se confunde con las nubes que han bajado hasta el valle. Los gatos se juntan en las cañadas a la espera de que una ventana se abra y caiga una raspa. Nadie más hay fuera. La gente ha dejado paso a la calma y cena en silencio en sus casas. Ni siquiera la letanía de la televisión encendida y olvidada altera el mutismo de las cocinas. Es el otoño que poco a poco impone su ley. El sol se marchó hoy pronto tras los collados de poniente y las hojas de los alisos comenzaron a caer. La humedad verdea ya en las paredes viejas y el agua corre con más fuerza en el arroyo como si temiese llegar tarde a su encuentro con el río. El Enebro impasible extiende sus ramas. En la carretera hay algunos coches aparcados pero nada más. Camino arriba y abajo solo. Todo son puertas cerradas. Sólo algunas se abrirán al alba. La mayoría seguirán con sus candados hasta el verano. Quién sabe cuánto podría estar en medio de la carretera sin que pasase nadie. Una hora, dos horas... sólo el tiempo y los gatos pasan en esta noche de otoño. Todo se guarda ya. Mañana los gatos seguirán en las cañadas maullándose entre sí y las hojas continuarán cayendo agolpándose en un manto amarillo y marrón.

lunes, 4 de octubre de 2010

De vuelta sin ida

Supongo que le pasará a más de uno. Que el pueblo es en cierto modo un patrón con el que medimos el mundo. Comparamos sus gentes con las de lejanos países, rivalizamos su naturaleza con la de exóticos bosques y añoramos su calma en medio de los mayores atascos. Todo nos lleva a él aunque no estemos en él; todo hace que surja en nuestro día a día y que esté presente de forma más o menos evidente en nuestras conversaciones, nuestros discursos o nuestros pensamientos cotidianos. Alguien me dijo un día que es tanto nuestra alquería que cuando ve por primera vez a una persona que le gusta y comienza a hablar con ella trata de imaginársela compartiendo un asado en la puerta de su casa con sus amigos o sentada en los canchales del río, comiendo pipas bajo el sol. Puede que suene exagerado pero no le falta razón pues quizás esa fórmula ha condicionado las relaciones amorosas de muchos hijos de Las Mestas. Creo que hay muy pocas personas casadas o ennoviadas -vaya palabro- con alguien de aquí a las que no les guste sentarse en la carretera a ver pasar los coches, caminar por la umbría o pararse a hablar con cualquiera en las Herrerías. Si los hay deben de ser muy pocos, quizás la excepción. Pero no por ello quiero decir que nuestro pueblo sea un marco perfecto o el mejor de los escenarios posibles y que simplemente esas personas hayan sucumbido a sus bellezas. Qué va. Las Mestas es un pueblo como tantos otros pero para nosotros es tan importante que esas personas han aprendido a amarlo por ser parte de nuestro ser, casi como una prolongación, y así les ha gustado nuestra forma de hablar, el color de nuestros ojos o los rizos de nuestro pelo y entre medias los cipreses de Las Mestas. Al fin y al cabo, esas lanzas que se clavan en el cielo están siempre en nuestro pensamiento.