jueves, 10 de septiembre de 2009

Bajo el puente de la Vega los Conejos

Cuando era pequeño me gustaba ir a la "resbalatera" de debajo del puente que va para la Vega de los Conejos. Era toda una excursión ir desde los canchales del Charco la Hoya hasta las compuertas, bordearlas y meter la cabeza detrás de la cascada que allí se formaba. Jugaba a hablar con mis primos detrás de la cortina de agua, como si fuese otro mundo, aunque nunca dijésemos nada del otro mundo. Luego, bajábamos poco a poco, por entre las piedras y los juncos, y las ranas saltaban a nuestro paso. El agua corría con fuerza y las sombras hacían que la temperatura bajase increíblemente. A mi siempre me maravillaba la perfección de las rocas sobre las que se levanta la almazara, tan lisas y uniformes que parecía que fuesen de agua endurecida por un misterioso conjuro. ¡Si hasta se veían pequeñas ondas si te fijabas con atención! Ponía mi mano en ellas y al momento la dirigía hacia el agua acompañando a la piedra en su baño. Bajo la corriente, cobraba vida y más bien se me asemejaba al cuerpo suave y resbaladizo de los peces que a veces iba a coger con mi tío.
Me posaba en el agua, en medio de las rocas, y me daba un pequeño empujón. ¡Zas!, mi cuerpo bajaba alocado hasta el final de la "resbalatera" en un viaje vertiginoso, que me hacía remontar rápidamente hasta arriba para volver a lanzarme. Así una y otra vez hasta que la voz de mi madre me hacía regresar al Charco la Hoya.
No estaba todavía el chiringuito y los bañistas comían pipas al sol.

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