Su madre entra en el salón y apaga la televisión. Discuten. Tenía que estar estudiando. Él lo sabe y le muestra los apuntes esparcidos por encima de la mesa. En media hora cenamos, le dice la madre enfadada y él dice que en media hora estará en la cocina, que ahora va a dar una vuelta. Fuera ya se ha puesto el sol y casi no hay gente en la calle. No hay grandes luces, ni centros comerciales donde refugiarse del frío, ni siquiera un simple recreativo donde pasar el rato. El chico desea con todas sus fuerzas que se acabe este año, por fin, para en septiembre dejar el pueblo. Se irá a la ciudad a estudiar un módulo y si no le va bien -nunca ha sido un as en los estudios- ya se buscará un trabajo de lo que sea. Quizás en telepizza, como sus héroes de las series. Pero al pueblo nunca más. Si acaso en vacaciones, como los que vienen en verano.
Así se ha despoblado mi pueblo y así se despueblan miles. Alguien dijo que el progreso es el centro comercial, el adosado, el restaurante caro, los atascos..., nos lo hemos creído a pies juntillas. La tele, maldita tele, marca el camino hacia la pretendida felicidad. Y duele, duele mucho pensar que todo lo mueve el dinero, que solo hay una dirección, que solo hay un progreso. Yo me niego. No me lo creo. No puedo creerlo. Pero entiendo a los chicos que se van de los pueblos a la periferia de las ciudades porque nadie les habló de otras cosas, porque no vieron nada más. Ojalá alguno regrese después de ver mundo y lleve a su pueblo adelante, a donde él quiera.